Una historia para fomentar la humildad y la gratitud.
En un rincón del vasto bosque, donde los árboles formaban un dosel que filtraba la luz del sol en suaves rayos, vivía el rey de todos los animales: un león grande y majestuoso. Su melena dorada y su rugido poderoso imponían respeto y temor en todas las criaturas del bosque. Un día, después de una cacería exitosa, el león decidió descansar bajo la sombra de un gran árbol, disfrutando de la brisa y el calor del mediodía.
Mientras el león dormía, un pequeño ratón de pelaje gris corría alegremente entre las hojas secas, en busca de comida. Sin darse cuenta de dónde estaba, el ratón tropezó con la cola del león. En un segundo, el león despertó con un rugido que sacudió las ramas de los árboles cercanos. Con un movimiento ágil y rápido, atrapó al ratón con su gran zarpa.
—¿Cómo te atreves a despertarme? —rugió el león, sus ojos brillaban con furia mientras sus colmillos relucían al sol.
El ratón temblaba de miedo, pero decidió hablar con valentía.
—Por favor, majestuoso león, perdóname. No fue mi intención molestarte. Si me dejas ir, algún día podría devolverte el favor.
El león, que al principio había estado a punto de devorarlo, soltó una carcajada tan fuerte que se escuchó en todo el bosque. La idea de que un ratón pequeño pudiera ayudar a un león le parecía absurda.
—¿Tú, ayudarme a mí? —repitió con ironía—. Eres demasiado insignificante para eso, pero me has hecho reír, y eso ya es algo. Corre, pequeño, y no vuelvas a interrumpir mi descanso.
El ratón suspiró aliviado y corrió lo más rápido que pudo, agradecido por la inesperada misericordia del león.
Pasaron varios días, y el león, que solía patrullar su territorio con confianza, cayó en una trampa preparada por cazadores. Se encontraba atrapado en una red gruesa y resistente que colgaba de las ramas de un árbol. Por más que rugía y se movía, no podía liberarse; cuanto más forcejeaba, más se enredaba.

Los sonidos de su desesperación llenaron el bosque, y aunque otros animales oyeron los rugidos, ninguno se atrevió a acercarse. Todos, excepto uno: el pequeño ratón que el león había perdonado.
El ratón reconoció los rugidos y corrió hacia donde provenían. Allí vio al gran león, colgado y atrapado en la red, con su melena desordenada y su mirada llena de frustración. Sin dudarlo, el ratón trepó por las cuerdas y comenzó a roerlas con sus pequeños dientes afilados. Mordisco a mordisco, la cuerda cedía y el león, que al principio apenas notaba el trabajo del ratón, empezó a sentir cómo la tensión de la red disminuía.
Finalmente, con un último esfuerzo, el ratón cortó la última cuerda y el león cayó al suelo con un golpe seco pero seguro. Se levantó lentamente y miró al ratón, incrédulo pero lleno de gratitud.
—Hoy me has salvado la vida, pequeño amigo —dijo el león, inclinando su enorme cabeza en un gesto de respeto—. Me has demostrado que el tamaño no define el valor de alguien, y que la ayuda puede venir de donde menos se espera.
El ratón sonrió tímidamente, sabiendo que había hecho algo grande. Desde ese día, el león y el ratón se volvieron amigos inseparables. El rey de la selva, que una vez había pensado que la fuerza y el poder eran lo único importante, aprendió que la bondad y la gratitud eran igual de esenciales.
Los demás animales del bosque, al enterarse de la historia, comenzaron a ver al ratón con admiración y aprendieron una lección importante: la ayuda y la amistad pueden surgir de quien menos te imaginas, y el verdadero valor reside en la bondad del corazón.
Así, el león protegía a su pequeño amigo y el ratón nunca dejó de contar la historia de cómo había ayudado al rey de la selva. Y en ese rincón del bosque, donde un gran león y un ratón pequeño compartían su amistad, todos comprendieron que los actos de bondad, grandes o pequeños, pueden cambiar la vida de quienes los reciben y los ofrecen.